martes, 1 de septiembre de 2009

Lisboa revisitada



Entre la vida y yo hay un cristal tenue –escribía Fernando Pessoa-. Por más claramente que vea y comprenda la vida, no puedo tocarla”.
Algo así me ocurre con Lisboa: la veo, la recorro, la aspiro pero hay un cristal tenue que me impide tocarla.
He vuelto para ver si existe ese sueño extendido, esa belleza decadente, ese caleidoscopio de tejados, de fachadas, de colores desvaídos acentuados por rojos desteñidos. He coleccionado todos los atardeceres de la ciudad, sin prisas, contemplando el cambio de colorido desde el amarillo pálido al rosa encendido. He subido las cuestas y bajado escaleras, con la tranquilidad del turista que ha dejado de serlo. He visto el fuego cruzado de flashes que al atardecer se intercambian el barrio alto y Alfama. He visto ese río marítimo teñirse de todos los colores a lo largo del día. He cruzado a las marismas de la margen opuesta para calibrar mejor la ciudad en en la distancia y volver a gozar al acercarme lentamente a ella. A pesar de todo, no he conseguido desprenderme de esa sensación de irrealidad que Lisboa me transmite, como si una neblina de sustancia intangible se interpusiera entre la ciudad y yo.
Los días eran claros. El sol de agosto era incluso demasiado crudo y dibujaba fuertes contrastes de luz y sombra. Sin embargo, mis recuerdos son inasibles y solo adquieren precisión los monumentos más feos de la ciudad, el de los Descubrimientos y el terrible Cristo vertical que te saluda la entrada. Todos los demás parecen estar hechos de un tejido que se me deshace entre los dedos si intento desentrañar sus hilaturas.
Volví precisamente para dar nitidez a la ciudad, intentando concretar ese halo difuso que me habían dejado las anteriores visitas y que entonces achacaba al amontonamiento de imágenes que te producen las ciudades bellas cuando las visitas por primera vez. Pero no es así: hay una neblina triste que envuelve Lisboa incluso en los días más luminosos. Puede ser que la forma en que miramos las ciudades esté decidida antes de llegar a ellas…o pueden ser los sonidos de su hablar cadencioso o, quizá, la niebla de la literatura que el sol no logra deshacer.
Solo la taza de café, concisa y directa, tiene la corporeidad de las cosas reales. Tomo este café en el Chiado, antes de despedirme de la ciudad. Alzo la diminuta taza a la manera de un brindis y acepto el sorbo de veneno fuerte y caliente que me devuelve a la realidad.