lunes, 4 de marzo de 2013

NO ESTÁS SOLO




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    Entre el despiste y la miopía tardé varios minutos en localizarlos en el interior de la iglesia. El recinto estaba abarrotado y una multitud se congregaba en la plaza cercana. Estaban apiñados en un lateral, todos juntos, como una delegación con bandera propia. Los acompañaban varios profesores en ese estado de alerta que imprime la profesión y que les permite dominar el campo de visión de un gran angular.

    Los jóvenes observaban desde el lateral de la iglesia el desarrollo de la ceremonia. Enmudecieron con la llegada del féretro y se concentraron en el rostro lloroso de su compañero de curso que parecía haberse hecho mayor de un solo golpe. Muchos de ellos lo habían acompañado en la búsqueda esperanzada de su hermana los últimos días. Habían recorrido con él las calles colocando carteles de búsqueda. Habían charlado con cientos de vecinos que se aprestaban a colocar los pasquines en sus tiendas, en las paredes de su casa o en cualquier lugar visible. En solo un día los comercios, los talleres, las casas y los árboles del pueblo se llenaron de pequeños carteles con la joven, aún sonriente. Personas a las que no conocían les daban palabras de ánimo y esperanza de una pronta solución.

    A ratos, durante la ceremonia, lloraban al son de los sentimientos de su compañero. Se me pasa por la cabeza que solo los jóvenes lloran de verdad por los demás. El resto mezclamos nuestros propios miedos, nuestro papel en la cadena de la vida, el desconsuelo propio con las lágrimas. Al minuto siguiente son capaces de reír sin el menor pudor, ante la mirada reprobadora del profesor que clava sus ojos como alfileres sobre mariposas inquietas.
    
    Resulta casi imposible reconocer en ese joven destrozado por el dolor, al compañero de curso más alegre de todo el instituto, forofo del Betis, virtuoso de las redes sociales, creador de envidiables páginas web, pero ahí está erguido en la primera fila, sacudido a veces por un llanto irreprimible que todos quisieran consolar.

    Cuando acaba la ceremonia religiosa y comienza el desfile interminable del pésame, los estudiantes se apresuran a formar un grupo compacto y avanzan decididos hacia su compañero. Lo rodean y, como si fuesen un cuerpo compacto, una ameba gigantesca, se lo llevan al exterior. No sé dónde han aprendido el arte del consuelo, pero lo hacen con maestría. Avanzan por el centro de la calle como una manifestación espontánea. En el interior del grupo, llevan a su compañero al que abrazan, toquetean y sonríen.
Les pregunto dónde se dirigen y me contestan que al instituto. A charlar un rato, a estar juntos, a distraerlo un poco. Desde ese momento, no lo han abandonado ni un solo instante. El compañerismo, la lealtad, la sabiduría, se escribe con la letra de adolescentes de 15 años. Para este largo puente han organizado espontáneamente una cadena de compañía, de actividades, de remedios contra el dolor.

    Todo esto sucede en el pueblo sevillano de Coria del Río que es como era Andalucía hace 20 años, antes de que nos fragmentaran las urbanizaciones, el apartheid económico y el consumo solitario. Un lugar donde la vida en común tiene aún sentido, donde los problemas y las alegrías ajenas forman parte de tu vida. Una sociedad que valora el espacio común y no convierte el tiempo libre en consumo puro y en exhibición individual; una Andalucía que coloca los valores de la sociabilidad en primer lugar; que maneja las redes sociales mucho antes de la invención de Internet; un lugar donde hasta los niños tienen su agenda propia, sus calles, sus amistades no prefabricadas, clónicos de sí mismos, diseñados para la competencia y la soledad.
Ahora que ha fracasado el modelo de la codicia, que no sabemos a qué clavo agarrarnos, qué salvavidas abordar, quizá nuestra vieja cultura contenga algunas respuestas. Si nos desembarazamos de nuestras viejas enfermedades, el conformismo y el fatalismo, nos queda un caudal de cooperación, de autoorganización social, de trabajo en red y de creatividad para diseñar tiempos realmente mejores.